Cambio de planes. Hoy iba a contar lo que me ocurrió el otro día en el gimnasio, pero me he levantado pensando en disfrutar de un espectáculo que no veía en mucho tiempo: el amanecer.
Normalmente cojo el autobús de las 7 de la mañana para venir a trabajar a Madrid desde Villalba, pero siempre leo o duermo durante el camino. Recordaba del año pasado que había visto bonitos amaneceres en ese mismo trayecto y hoy he decidido colocarme en la ventana adecuada pensando en que iba a tener suerte.
Las mejores vistas se tienen a partir de Torrelodones, en la cuesta del Casino. Allí he visto, sobrecogido, un cielo que iba del turquesa en el horizonte, hasta un azul claro salpicado con nubes no algodonosas, sino como pintadas con ceras blancas y grises a las que se les hubiese pasado el dedo por los contornos para difuminarlos y fundirlos con los distintos tonos de azul del cielo.
Las nubes, a su vez, adquirían distintos colores según su altura en el dibujo. Las más altas eran blancas y grises, las de la mitad amarillas, y las más cercanas al sol, que lo ocultaban, casi negras, rodeadas de un halo naranja brillante como el filamento de tungsteno de una bombilla al apagarse.
He pasado por una zona urbanizada y he vuelto la mirada al libro, pero no he conseguido centrar la atención en la lectura porque lo que realmente hacía era esperar el momento en que volviese a tener las vistas despejadas.
Ha sido camino de Las Rozas cuando me he dado cuenta que las estelas de dos aviones, dos líneas blancas e irregulares como las vetas en el mármol, partían de los lados del ventanal para cruzarse justo sobre un sol que ahora sí se dejaba ver por encima de las nubes.
Las farolas aún encendidas de la iluminación nocturna de la autopista, formaban una interminable cadena de estrellas fugaces que surcaban el cielo sin dar tiempo a pedir deseos.
Cuando ya estábamos cerca de Madrid y empezaba a distinguir las torres Kio, he decidido cerrar los ojos y disfrutar del regalo.
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