Ayer me ocurrió algo en el gimnasio que superó con creces la situación más ridícula que recuerde haber vivido en esos centros, grandes y pequeños, de tortura y sadomasoquismo.
Llevo ya nueve años entrenando y todavía no sé muy bien por qué también yo llamo así a esa actividad, cuando debería decir: "me bajo al gimansio a ver qué me duele mañana". Sin embargo, como es más corto y más cómodo para mi conciencia, seguiré "bajando a entrenar" aunque no me esté preparando para alcanzar 40 cm de perímetro de mi biceps braquial, ni para descubrir el diámetro máximo que puede alcanzar la vena de mi cuello.
Como es de imaginar, tras nueve años (creo que incluso llevo más, pero siempre diré que llevo nueve porque me sonroja que se note tan poco), he vivido un montón de situaciones extrañas y avergonzantes, en mis propias carnes y en las ajenas.
Las experiencias propias más comunes tienen que ver con la longitud de mis calzoncillos de colores y su impúdica incompatibilidad con la anchura de las perneras de mis pantalones de deporte. Como solo me siento cómodo con shorts, he decidido retirar de mi tabla de abdominales los ejercicios en los que tenga que levantar las piernas por encima de la cadera para evitar miradas indiscretas a las rayas, cuadros y colores de mis calzoncillos.
Pero esto no es nada dentro de lo que puede vivirse en un gimnasio, y más en uno de barrio que es el que me ocupa la mayor parte del año.
Allí he visto gente pidiendo auxilio porque una barra llena de discos negros y cabrones les estaba aplastando el pecho; he sentido gente que recién salida de su trabajo cotidiano, la pescadería, se acerca para compartir contigo sus perjúmenes, sin que les hayas pedido una ración de calamares; gente que te demuestra lo deportista que es porque puedes olerle el sudor de cuando salió a correr dos días antes; y por supuesto, gente que pierde el control de sus esfínteres cuando la presión abdominal supera 2 atmósferas.
He visto gente romper un espejo de un mancuernazo y por su culpa sufrir todos la maldición y no poder hacer ese ingenioso juego de espejos que te permite mirar, aparentemente de forma discreta, a la barra guiada donde se hacen las sentadillas. Gente que ha estado a punto de perder los dientes por descargar 30 kilos de un lado de la barra antes de quitar uno solo del otro lado; gente que se ha caído rodando del banco de abdominales y se ha levantado sacudiéndose los pantalones con una mirada nerviosa entre el aquí no ha pasado nada y el y tú qué miras.
Pero como digo, lo de ayer, que dejaré para mañana como en las mejores series de suspense, supera los límites.
PD: Jamás pensé que encontraría una imagen con los aparatos de mi gimnasio de invierno que no fuese un bajo-relieve o un dibujo en un papiro. (Ver primera foto).
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