Hace poco más de un año me saqué el carné de conducir. A pesar de esto, me considero un conductor experto por mis horas al volante de lujosos Dodge Viper, Ford Mustang, Audi TT e incluso glamourosos Toyota Yaris. Siempre a los mandos de la Play Station y anteriormente de las teclas Q, A, O, P, ESPACIO del teclado de mi Spectrum 48 K, he corrido por las calles de Montecarlo y he derrotado a Michael Schumacher en los
mejores circuitos del mundo, aunque he de reconocer que el modo sencillo simplifica mucho las cosas.
El salto de calidad definitivo se produjo cuando hace más de año y medio me regalaron el volante y los pedales para la PS2. Cuando me di cuenta de que conducía con una mano en el volante y haciendo olas con la otra, descubrí que me gusta conducir. Me apunté a la autoescuela, y lo que me cobraban allí por una clase práctica de 40 minutos a mandos de un Citröen Saxo, me motivó lo suficiente como para no salir de casa en un mes, aunque afortunadamente aprobé a la primera y no tuve que recurrir a la privación de alimentos que estaba temiendo.

Una vez aprobado el examen, inicié las negociaciones con mi hermano para que me vendiese su SEAT Córdoba azul, el color de todos los coches que tenía mi familia hasta hace bien poco. Ahora, poco más de un año después, mi SEAT Córdoba es azul con rayas blancas en las puertas. Hay gente que confunde con arañazos con las columnas el tuneado que le he hecho, da igual, cuando ellos lleguen a esta moda ya habrá pasado. En fin, que es un coche bonito y se mueve, así que me da más de lo que necesito.
Sin embargo, ahora más que nunca, veo los coches como un Kinder Sorpresa. Por fuera son atractivos y de líneas sencillas, e incluso algunos de ellos, seguramente todos a los que yo nunca podré acceder, tienen efectos afrodisíacos, como el chocolate. Pero luego les levanto el capó y me lo encuentro llenos de piezas que no sé para qué sirven. Estoy convencido que muchas de ellas están allí para asustar a gente como yo, para que no se nos ocurra meter la mano porque luego no nos caben todas esas piezas dentro (como cuando intentas volver a guardar la sorpresa del Kinder), o cuando das la tarea por terminada y empiezas a recoger, te das cuenta de que te han sobrado 3.
Nada más comprarlo le cambié el filtro del aire, supongo que por aquello de cumplir la ISO 14000, y la correa de distribución. Yo la única correa que había conocido hasta entonces era esa con la que nos amenazaba mi abuelo, y su única función era permitirle reírse de nuestras caras. Igual que hacen los mecánicos de los talleres cuando les llevamos nuestros coches diciendo que hacen ruiditos raros; o como mi hermano, cuando al mes de tener el coche, le llamo a las tres de la mañana porque al ir a cogerlo, el volante no giraba y no cabía la llave en el contacto. Esas cositas de pardillo de las que no me voy a librar nunca.
Como digo, llegan las averías y el mantenimiento, así que tienes que llevarlo al taller. Aquello es la puerta a un mundo mágico que ha sido inspiración para muchas películas que podrían haberse llamado perfectamente "Mi polvo de ayer con el mecánico del taller" o "Limpieza de bajos".
Los nervios empiezan a surgir cuando el amable mecánico que te atiende empieza a preguntarte en otro idioma que si el cárter, el ABS, el ASR, si es TDI, los faros de xenón (del que vagamente recuerdo que iba por delante del radón en la tabla periódica de los elementos) y el climatizador Climatronic 2000, que debe ser como el Pingüino de Longi pero en versión Pentium IV.
Para cuando comienzas a habituarte a su jerga y a entender lo que quiere decirte por el contexto,
como cuando lees un libro en inglés, o por los gestos, para lo cual me resultaron muy útiles las partidas de Tabú en la piscina, te das cuenta de que esa simpática persona que viste mono azul te ha sacado tres piezas de debajo del capó y te está amenzando con tirarlas porque dice que ya no sirven. Sonríes, no porque te haga gracia, sino porque por fin has entendido algo, y le preguntas cuánto te va a costar poner las nuevas. Él sonríe más que tú.
Además puede que te lo equipe con cosas que no necesitas. Esta semana mi padre bajó el coche para que cargasen de gas el circuito del aire acondicionado porque tenía fugas, así que también le echaron un líquido colorante para detectarlas... al cabo de tres años. Luego le preguntaron si tenía filtro de polen. Y sí tengo, y también cuesta dinero. ¿Para qué quiero yo que me limpien o me cambien el filtro de polen si yo no tengo alergia? Bueno, pues se cambia, se paga y punto, que no va uno al taller a discutir.
Sin embargo, ahora más que nunca, veo los coches como un Kinder Sorpresa. Por fuera son atractivos y de líneas sencillas, e incluso algunos de ellos, seguramente todos a los que yo nunca podré acceder, tienen efectos afrodisíacos, como el chocolate. Pero luego les levanto el capó y me lo encuentro llenos de piezas que no sé para qué sirven. Estoy convencido que muchas de ellas están allí para asustar a gente como yo, para que no se nos ocurra meter la mano porque luego no nos caben todas esas piezas dentro (como cuando intentas volver a guardar la sorpresa del Kinder), o cuando das la tarea por terminada y empiezas a recoger, te das cuenta de que te han sobrado 3.
Nada más comprarlo le cambié el filtro del aire, supongo que por aquello de cumplir la ISO 14000, y la correa de distribución. Yo la única correa que había conocido hasta entonces era esa con la que nos amenazaba mi abuelo, y su única función era permitirle reírse de nuestras caras. Igual que hacen los mecánicos de los talleres cuando les llevamos nuestros coches diciendo que hacen ruiditos raros; o como mi hermano, cuando al mes de tener el coche, le llamo a las tres de la mañana porque al ir a cogerlo, el volante no giraba y no cabía la llave en el contacto. Esas cositas de pardillo de las que no me voy a librar nunca.
Como digo, llegan las averías y el mantenimiento, así que tienes que llevarlo al taller. Aquello es la puerta a un mundo mágico que ha sido inspiración para muchas películas que podrían haberse llamado perfectamente "Mi polvo de ayer con el mecánico del taller" o "Limpieza de bajos".
Los nervios empiezan a surgir cuando el amable mecánico que te atiende empieza a preguntarte en otro idioma que si el cárter, el ABS, el ASR, si es TDI, los faros de xenón (del que vagamente recuerdo que iba por delante del radón en la tabla periódica de los elementos) y el climatizador Climatronic 2000, que debe ser como el Pingüino de Longi pero en versión Pentium IV.
Para cuando comienzas a habituarte a su jerga y a entender lo que quiere decirte por el contexto,
como cuando lees un libro en inglés, o por los gestos, para lo cual me resultaron muy útiles las partidas de Tabú en la piscina, te das cuenta de que esa simpática persona que viste mono azul te ha sacado tres piezas de debajo del capó y te está amenzando con tirarlas porque dice que ya no sirven. Sonríes, no porque te haga gracia, sino porque por fin has entendido algo, y le preguntas cuánto te va a costar poner las nuevas. Él sonríe más que tú.
Además puede que te lo equipe con cosas que no necesitas. Esta semana mi padre bajó el coche para que cargasen de gas el circuito del aire acondicionado porque tenía fugas, así que también le echaron un líquido colorante para detectarlas... al cabo de tres años. Luego le preguntaron si tenía filtro de polen. Y sí tengo, y también cuesta dinero. ¿Para qué quiero yo que me limpien o me cambien el filtro de polen si yo no tengo alergia? Bueno, pues se cambia, se paga y punto, que no va uno al taller a discutir.
Con lo que sí que me quedé asombrado fue que me echaron en el ventilador un líquido bactericida y lo pusieron en marcha para que se desinfectase el filtro y de paso los asientos, como si mi padre le hubiese dicho que su hijo (¡hola!) es un piojoso. Confío en él y sé que no es capaz de eso.
En fin, amén de todos los gastos de mantenimiento, de que te agujereen la puerta para intentar robarte el coche,
te vomiten unos borrachos el capó, te rompan el retrovisor de una patada (supongo), te manguen los tapacubos y otras desgracias mucho peores, conducir merece la pena. Me gusta conducir.
En fin, amén de todos los gastos de mantenimiento, de que te agujereen la puerta para intentar robarte el coche,
te vomiten unos borrachos el capó, te rompan el retrovisor de una patada (supongo), te manguen los tapacubos y otras desgracias mucho peores, conducir merece la pena. Me gusta conducir.

simplificar los cálculos aproximaré a cero, puesto que sigo, más o menos, en el mismo sitio al que me trajeron mis padres cuando vine al mundo, no hace falta consultar a ningún premio Nobel para saber que la velocidad con la que he crecido tiende a infinito (v = lím s/t cuando s tiende a cero = infinito). Y tanta velocidad asusta, aunque sería más apropiado decir que da vértigo.
2 roturas de fibras, 1 tendinitis y una cita con el traumatólogo dentro de una semana para que me revise la espalda, el tobillo y el hombro, lo atestiguan. Podría decir, con poco margen para el error, que los músculos han desarrollado su carácter a la vez que mi mente o incluso antes. Con una precocidad que acompleja, ya que ellos tienen bastante más claro que yo cuándo hay que decir “Hasta aquí y ni un paso más”, y también me ponen límites que no soy capaz de reconocer, un símil que me recuerda lo que sucede con los jefes en muchas oficinas.
Recordar las noches en el prado de Villalba en las que nos tumbábamos en la paja seca bajo la oscuridad y las estrellas mientras discutíamos a quién echábamos de nuestra panda; que nunca les diríamos a las chicas la contraseña para entrar en nuestra cabaña; que E. siempre ganaba al Trivial porque era suyo y se estudiaba los tacos de preguntas en casa; o a qué jugaríamos al día siguiente, si a las olimpiadas, al fútbol-mini, al béisbol, al hockey, al baloncesto o al voley.
De vez en cuando hago ejercicios para que mi mente tenga frescos esos recuerdos. Como este pasado fin de semana, cuando llegué de madrugada a casa de mis padres en Villalba y no pude evitar aparcar el coche a un lado del camino, apagar el motor y respirar el aire fresco de la sierra que entraba por las puertas abiertas del coche, mientras contaba estrellas y escuchaba, reclinado sobre el asiento, cantar Sandy a
viernes 9
Cuando tras varias llamadas a lo largo del día descubrimos que era todo un montaje y que la chica venía sola, ya era tarde para decirle que no se preocupase, que se quedase en casa porque ya habíamos comprado los DVD's de Muzzy en HMV. Así que apareció algo más tarde de las nueve y después de tomarnos una copa con ella en la casa, nos fuimos a un pub en la ribera del Támesis desde donde había unas vistas espectaculares del Tower Bridge.
En este aspecto, como en todos los demás, destacó T., inolvidable su gesto mirándonos a los ojos y, como recién salido del campo de batalla de Apocalypse Now, haciéndonos señas con el brazo en alto y dando vueltas a la mano con el dedo extendido. "Moveos" pudimos leer en sus labios sin poder dar crédito a lo que veíamos. ¡Era la quinta inglesa que se le echaba en los brazos y no habían pasado ni 3 horas! No hace falta decir que en lo que quedó de fin de semana, ninguno de nosotros bebió de la misma botella que él.
Hammer debería haber bailado su U Can't Touch This para que fuese más popular que la Macarena.
que he tenido con las películas americanas de los bajos fondos. Tú llegas a la puerta, donde hay un tío esperando debajo de un cartel que reza "REPAIRS", y te dice en un perfecto castellano de Valladolid antes de que tengas tiempo de abrir la boca:
N.: ¿Qué has intentado trepar? Pero si te podías haber matado. (Una imagen me recorría el pensamiento y dificilmente podía contener la risa).
Hoy me vuelvo a marchar de
Había estado antes en Londres, pero fue por motivos de trabajo y no tuve tiempo de ver la ciudad. En esta ocasión tenía intención de conocerla mejor, pero cuando se hace un viaje con tantos amigos resulta complicado, sobre todo si se quieren hacer planes conjuntos y las personalidades son tan dispares.



Otra película recomendable, con una banda sonora que te llega al alma, es
Da igual sobre qué, únicamente se trata de buscar mi límite, así que cuando la cosa comienza a ponerse tensa, me sueltan: "Tssss, Tsss, chiquitín, no te pongas nervioso, ¿vale?" ¡Es automático! Inmediatamente después de decirlo, pueden observar cómo comienzan a dilatarse mis pupilas y a hincharse la vena del cuello. Y si son capaces de contener la risa durante más de 15 segundos, disfrutan viendo cómo comienzo a gritar palabras sin ningún sentido y a ponerme azul.

miedo a no tener oídos que escuchen mi angustia cuando lo necesite, miedo a que los silencios me ahoguen, y miedo a que la chapuza que parece ser, lo sea.

Me considero una persona bastante deportista. Me gusta escuchar el carrusel los domingos, ver los partidos de la Champions con mis amigos, ver partidos de voley playa femenino,... Y también, de vez en cuando, me gusta imitar a mis ídolos: ponerme ciego de comida como Ronaldo, agarrarme una buena castaña como... Ronaldo, o ver los partidos cómodamente sentado como.... vaya, qué casualidad, también como Ronaldo. ¡Pero es que este tío encima también hace cosas en las que es inimitable! ¿Acaso alguien no se ha quedado con la boca abierta tras ver su última chica?
Después, dos horas y pico de fórmula 1. La carrera, celebrada en Francia, nos ha dejado a Fernando Alonso por primera vez en este año en el podio, en segunda posición. Mi hermano y yo estábamos esperando el momento en que se saliese de pista por avería en la dirección, o le reventase una rueda, o se le estropease el cambio. Todo ello ya había ocurrido este año y temíamos que sucediese de nuevo, pero parece que la mala suerte de Alonso sí tiene límites, no como la desgracia de Carlos Sainz. Ya me gustaría que me presentasen al gafe que le echó mal de ojo, le iba a enseñar yo una foto de mi ex, a ver qué podía hacer con ella.
Acabo de descubrir la comida japonesa. Tenía mis prejuicios porque había oído todo tipo de mitos y leyendas: pescado venenoso crudo, verduras alienígenas hervidas, sandías del tamaño de tomates cherry... Incluso viendo a los luchadores de sumo, había hecho mis cálculos de que, para alcanzar ese volumen, debían haberse comido a un japonés adulto y tres adolescentes, que están mucho más tiernos. Hoy he comprobado que mis cálculos eran correctos. Una comida tan baja en calorías es imposible que haga personas gordas. Más bien al contrario.