¿Hay algo más triste que comer solo? Comer solo rodeado de locos.
Llevo toda la semana comiendo solo porque salgo de la oficina a las 14.00 para ir a la ¿clínica? de rehabilitación, y no termino hasta las 15.20, cuando todos mis compañeros están volviendo a sus mesas. Si esta semana habéis visto alguien jugando con los tenedores y los panes como Chaplin en La Quimera del Oro, o haciendo ventriloquia con la comida, como Carlos Arguiñano, ya sabéis de qué soy capaz.
El martes probé a comer un sándwich y volver rápido a la oficina, pero a las 18.00 decidí, puño en alto y con un cielo rojo sangre al fondo, poner a Dios por testigo de que no volvería a pasar hambre. Ni siquiera las barritas de cereales que guardo en el cajón para casos de extrema necesidad, como los exploradores llevan sus bengalas, consiguieron apaciguar el agujero negro que se había creado entre el cardias y el píloro.
Ayer terminé aún más tarde. Serían las 15:40 cuando concluí mis 5 ejercicios de 10 minutos cada uno para el tobillo, el masaje, el microondas en la espalda, el láser y los 15 minutos de hielo para la rodilla (no, no me construyeron con piezas de un desguace). No tenía mucho tiempo, así que entré al primer bar que encontré para comerme un plato del día sentado en la barra. Así sería más rápido. Lo que no sabía es que iba a asistir a una conversación alucinante entre la reencarnación de Akenatón, Arthur C. Clarke y Tristanbraker.
Escuchar a una señora rubia (Country Colors Tinte Sahara 20) con su copita de coñac, hablar con el camarero (uniforme triste, cara triste, figura triste) acerca de que la civilización egipcia era mucho más adelantada a la nuestra (por no hablar de los Incas, claro), y que nosotros nunca volveríamos a alcanzar un desarrollo similar, consiguió que la empanadilla se me quedase helada en los dedos, a medio camino de la boca.
A esto que llega el taxista (taxista estándar, mal encarado y humor de perros) y se incorpora al nuevo tema de la tertulia: Country Colors cuenta aún sobrecogida, 23 años después, su primer avistamiento OVNI. “¿Tú es que no crees en eso?”, me pregunta. “Señora, yo solo creo que el pollo está demasiado seco”. La conclusión a la que llegaron, lo juro, es que existe vida ahí fuera (¡Bien, Mulder!) y que nos están dirigiendo, aunque no dedujeron hacia dónde.
¿Así que nuestros hilos no los mueve ZP, sino bichos verdes con ojos almendrados de 10 cm de diámetro? “Pues no, no quiero café ni postre. Cóbreme, por favor”. Solo quería salir cuanto antes de allí a arrasar con las pilas y los víveres del supermercado para rellenar mi búnker antinuclear.
Además el cocinero ya estaba empezando a mirarme con cara de “Sabe demasiado”, y no quería acabar convertido en azúcar glass por el disparo de la recortada láser, regalo de los plutonianos, que guarda detrás de su colección de revistas de Año Cero.
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