El tiempo pasa inaplazable y nos va haciendo arrugas. Perdemos la juventud y empezamos a comprender alguno de los enigmas que nos parecían indescifrables unos pocos años antes. Comienzan a encajar en nuestras cabezas las piezas de conversaciones secuestradas en las sobremesas de reuniones familiares, o escuchadas furtivamente en grupos de adultos poco precavidos.
Calculo la velocidad con la que han pasado mis años de infancia. Sé, porque lo he visto en todos los encerados de las clases por las que he pasado desde 7º u 8º de EGB, que velocidad es igual a espacio partido por tiempo (v = s/t). Teniendo en cuenta que la variable tiempo es un valor creciente que ahora es igual a 28 años, y que la variable espacio está definida por la ecuación de una onda de longitud máxima de 40 km, que para simplificar los cálculos aproximaré a cero, puesto que sigo, más o menos, en el mismo sitio al que me trajeron mis padres cuando vine al mundo, no hace falta consultar a ningún premio Nobel para saber que la velocidad con la que he crecido tiende a infinito (v = lím s/t cuando s tiende a cero = infinito). Y tanta velocidad asusta, aunque sería más apropiado decir que da vértigo.
Empiezo a darme cuenta de que mi cuerpo ha envejecido porque los músculos empiezan a decir “BASTA” cuando sienten que los hago trabajar demasiado. 2 roturas de fibras, 1 tendinitis y una cita con el traumatólogo dentro de una semana para que me revise la espalda, el tobillo y el hombro, lo atestiguan. Podría decir, con poco margen para el error, que los músculos han desarrollado su carácter a la vez que mi mente o incluso antes. Con una precocidad que acompleja, ya que ellos tienen bastante más claro que yo cuándo hay que decir “Hasta aquí y ni un paso más”, y también me ponen límites que no soy capaz de reconocer, un símil que me recuerda lo que sucede con los jefes en muchas oficinas.
Sin embargo hay un aspecto de ir haciéndome mayor que he encontrado emocionalmente atractivo: la nostalgia.
Me gusta sentirla. La provoco y ella me da unas punzadas que encuentro extrañamente placenteras. A veces busco disfrutar de algunos momentos de soledad en los que doy la espalda al hoy y abro una puerta al pasado para entrar a perderme en él. Recordar las noches en el prado de Villalba en las que nos tumbábamos en la paja seca bajo la oscuridad y las estrellas mientras discutíamos a quién echábamos de nuestra panda; que nunca les diríamos a las chicas la contraseña para entrar en nuestra cabaña; que E. siempre ganaba al Trivial porque era suyo y se estudiaba los tacos de preguntas en casa; o a qué jugaríamos al día siguiente, si a las olimpiadas, al fútbol-mini, al béisbol, al hockey, al baloncesto o al voley.
De vez en cuando hago ejercicios para que mi mente tenga frescos esos recuerdos. Como este pasado fin de semana, cuando llegué de madrugada a casa de mis padres en Villalba y no pude evitar aparcar el coche a un lado del camino, apagar el motor y respirar el aire fresco de la sierra que entraba por las puertas abiertas del coche, mientras contaba estrellas y escuchaba, reclinado sobre el asiento, cantar Sandy a Bruce Springsteen con la E Street Band, como tantas veces habíamos hecho antes con el radiocasete de E.
O reviviendo, jugando al escondite en la casa rural de Quilmas, en Galicia la semana pasada, los rescates y planos que ocupaban nuestras noches de verano en la urbanización.
Sin embargo la magia de esos momentos es pasajera y desaparece, como un sueño al despertar, cuando un vecino enciende la alarma de su coche para asustarte, al verte tumbado e inmóvil en el tuyo (aún le tengo que dar las gracias por no llamar a la policía). O cuando en ese juego del escondite me tuerzo un tobillo saltando por una ventana, rompemos el cristal de una mesa, arañamos las paredes al volcar el somier de una cama, y un amigo se hace una brecha en la barbilla al intentar patinar con el pecho sobre el suelo para salvarnos a todos.
Sé que no volveré a tener 10 años, y aunque en esos momentos me gustaría volver a soplar menos de 10 velas en mi próximo cumpleaños, luego respiro hondo y doy gracias porque se ha cumplido el deseo que pedí entonces: soy mayor y ahora, por fin, puedo a mis hermanos.
2 comments:
piensa que dentro de un tiempo sentirás nostalgia por el momento que estás viviendo ahora, así que concentra tus esfuerzos en sacarle todo el partido para que esos recuerdos merezcan la pena.
si digo esto es porque no conviene olvidar que el tiempo tiene un efecto mitificador que consigue que uno idealice todo lo que suene a pasado, por lo que hay que intentar que esa nostalgia no se convierta en una losa de lo que ya no se podrá volver a tener, sino en un cariño por lo buenos que fueron aquellos momentos.
Realmente trato de experimentar el presente, ¿cómo si no, puede explicarse que mi primera paliza a almohadazos se haya producido con 28 años?
Al menos sé que dentro de 15 años tendré recuerdos de esa pelea porque no caí inconsciente por K.O.
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